Un castillo de cristal
El odioso e infernal despertador
sonó justo a las siete de la mañana, como casi todos los días de lunes a
viernes desde que tenía edad para ir al instituto. Una mano salió de entre las
sábanas y buscó a tientas el dichoso cacharro, apagándolo con un manotazo
cuando lo encontró. La mano se dejó caer, como muerta, a un lado de la cama, y
unos gruñidos se oyeron desde dentro de las mismas sábanas por donde había
salido la extremidad. Tras un minuto de espera, una mata de pelo negro y corto
asomó, y otra mano ayudó a la que estaba ya fuera a apartar las sábanas,
dejando ver a una chica acostada. La joven abrió los ojos de mala gana, y se
irguió hasta quedarse sentada. Con un suspiró, volvió a su rutina de siempre:
vestirse, lavarse, arreglarse, desayunar y coger su cartera para salir a la
cruda realidad de la calle, camino al instituto. Al menos, pensaba a veces, ya
solo queda un año… Y, en efecto, aquel era su último año de instituto antes de
acceder (o al menos, intentarlo) a la universidad.
La joven se llamaba Zaira, y era
una chica alrededor de los dieciocho, diecinueve años, con el cabello corto y
de un profundo negro azabache. A ella nunca le había gustado el pelo largo,
porque le impedía moverse con soltura y le molestaba mucho el calor que
desprendía en verano. Sus ojos eran de un extraño color violeta, aunque solo se
veía con claridad cuando los rayos del sol incidían sobre ellos. Por lo demás,
no era una chica muy alta ni muy baja, y sólo parecía destacar cada vez que se
anunciaba algún concurso de literatura o poesía y ella siempre quedaba la
primera, o para aportar ideas sobre la decoración de cualquier otro evento. A
Zaira le gustaba mucho leer, sí, y hasta le gustaría a veces transportarse a
ese mundo de fantasía, donde estaba segura de que encajaría mejor que en el
mundo en el que se encontraba ahora. De hecho, odiaba su ciudad y todo lo que
había en ella: los coches le mareaban, arrugaba la nariz al oler a alcantarilla
o a cigarrillo, y se tapaba los oídos cada vez que tenía que oír el rugido del
motor de los coches al pasar o del griterío de la gente por las calles. Pero
tenía que resignarse, al fin y al cabo no había nada más tras las puertas de la
cruda realidad en la que se encontraba y, pensándolo mejor, podía haber sido
peor. Podía haber nacido en alguna familia que la obligase a casarse a los
quince años, o podría haber nacido en un país en el que no tuviera ni voz ni voto
o tuviera que taparse de pies a cabeza cada vez que saliera a la calle. Sus
ojos y su nombre eran lo único que le gustaba de verdad. Zaira sonaba exótico,
como los nombres de las protagonistas o demás personajes femeninos de sus
libros favoritos, libros que ocupaban dos estanterías enteras, más el armario,
de su habitación.
Mientras Zaira caminaba en dirección a su cárcel personal, el
instituto, mantenía la mirada fija en el suelo y no se dio cuenta de una figura
que se acercaba furtivamente a ella, y colocaba su mano alrededor del hombro de
la chica. La joven salió de su ensoñación y se volvió rápidamente.
-¡Qué susto! -.Exclamó Zaira.
La chica que le había dado el susto
se rió ante el comentario de su amiga.
-¿Tan fea estoy por las
mañanas? Buenos días a ti también, Zaira
-.Le dijo mientras se ponía a su lado. Zaira frunció el ceño. Su amiga Carlota
no vivía cerca de ella precisamente, pero aun así siempre se las arreglaba para
alcanzarla en el camino de ida, y siempre la dejaba en el mismo punto en el que
la había encontrado a la salida.
-Buenos días, Carla -.Era un apodo
de ella.- Perdona, estaba un poco adormilada.
-¿Cómo todos los días? -.Soltó una
carcajada.- Sería un aviso del fin del mundo el día en que no estés en las
nubes.
Las dos amigas llegaron al
instituto juntas, como casi todas las veces, y Zaira siempre se alegraba de su
compañía. Carlota no era buena en las mismas cosas que ella, pero sí en los
deportes. Era tan ágil como un gato, solía pensar Zaira las pocas veces que se
dejaba caer en el destartalado y polvoriento gimnasio del instituto. Al verla
allí, Zaira sentía admiración por la forma tan grácil y rápida de moverse que
tenía su amiga, practicando cualquier deporte. Da igual cuantos miembros
hubiera en el equipo, ella siempre destacaba marcando un punto en el equipo
contrario, o bien ganando directamente.
Las clases pasaron tan lentamente,
que parecía que el tiempo siempre se demoraba cada vez que Zaira cruzaba la
puerta de su clase. Para colmo, su amiga Carla estaba en una clase diferente,
así que la mayoría del tiempo estaba sola. No es que fuera una marginada, pero
tampoco era la más popular. Y ella lo prefería así, sin tener que mostrar
falsas sonrisas o fingir entretenerse con algunas payasadas de los chicos. Se
había acostumbrado a ser simplemente “una alumna más”, una chica del montón.
Tras las seis largas horas de clase
que tenía Zaira, sonó por fin el timbre que clamaba la palabra “libertad”, y la
joven cogió sus cosas rápidamente y se alejó lo máximo posible del aula. Cuando
se encontró con su amiga Carla, ésta le devolvió el saludo y emprendieron el
camino de vuelta. Mientras tanto, su amiga la observaba, como intentando
descubrir el motivo de su silencio.
-Estás muy callada. ¿Estás bien?
-.Le acabó preguntando. Zaira la miró y esbozó una ligera sonrisa.
-Sí. Es que últimamente no duermo
muy bien… -.Confesó.
-¿Es otra vez ese sueño?
-Algo así… -.Zaira, desde que tenía
memoria, siempre había tenido el mismo sueño. Bueno, más bien, sueños parecidos
porque en todos ellos se encontraba siempre lo mismo: un gran palacio de
cristal. A ella le parecía algo inalcanzable, por mucho que lo intentase no
conseguía llegar hasta el castillo que se alzaba imponente delante de ella.
Aunque tampoco lo había intentado mucho. Sin embargo, eran unos sueños un tanto
molestos para ella, sobre todo cuando parecían pesadillas y se levantaba con
unas angustiosas ganas de llorar.
-A lo mejor viste ese castillo en
algún sitio: una revista, una película… -.Su amiga intentó aportar algo. Zaira,
sin embargo, negó con la cabeza.
-No recuerdo nada de eso.
-¿Y por qué no intentas poner de tu
parte y acercarte a ese castillo? No sé, a lo mejor resulta que necesitas
entrar allí.
Zaira suspiró.
-Ya lo he intentado, pero en mis
sueños parece que nunca avanzo -.Se llevó una mano a la sien y frunció el
ceño.- No te preocupes, Carla -.La miró a los ojos y le ofreció una sonrisa que
pretendía ser calmada y tranquila. Aunque lo que en realidad quería era no
seguir hablando del tema, y el único modo de conseguirlo es no dar más pie a su
amiga a que siguiera preguntando. Carla lo entendió, y le respondió a la
sonrisa.
-Esta tarde, ¿podrás salir? -.Le
preguntó Zaira tras cruzar una calle.
-No puedo… Tengo entrenamiento -.Le
dijo su amiga bastante deprimida. Carla practicaba el tenis desde hacía ya dos
años y medio. Como no, era muy buena en ello, y además la ayudaba a desahogarse
tras algún conflicto que tuviera con su novio, Rober. A Zaira le parecía una
pareja encantadora, aunque tenían cada disputa de vez en cuando, que hubiera
alejado a cualquiera de puro terror. Carla podía llegar hasta un tono bastante
alto de voz cuando se enfadaba, y Rober se achicaba tanto que casi parecía un
perrito agachando las orejas, asustado, y con el rabo entre las piernas.
Zaira le respondió que iría a verla
entonces, pues no tenía nada mejor que hacer, ya que de momento no tenían
ningún examen. Y a ella no le importaba en absoluto pararse una hora y media
tras las verjas de la pista de tenis, observando la cara tan concentrada que
ponía su amiga mientras seguía la pelota a toda velocidad y la golpeaba con
fuerza con su raqueta.
Tras despedirse de su amiga y
recorrer el camino que le quedaba hasta casa, Zaira dejó su mochila y sus cosas
sobre la cama en su cuarto y bajó para ayudar a su madre en la cocina, aunque
tenía la cabeza en otras cosas. ¿Por qué siempre soñaba con el mismo castillo?
Y el caso es que parecía tan real… Con aquellas torres cristalinas, que hasta
parecían reflejar el brillo de los rayos del sol sobre ellas. Y el diseño del
castillo era totalmente diferente a cualquier otro que hubiera podido ver… Parecía
sacado de un cuento de hadas. ¿Sería verdad que lo habría visto en alguna
revista o algún dibujo de algún libro? A lo mejor lo había visto cuando era una
niña… Pero aquello no explicaba que se le hubiera quedado tan grabada esa
imagen. ¿Cuánto tiempo más debería esperar a obtener una respuesta a esa eterna
pregunta, que parecía perseguirla con cada año que cumplía, con cada paso que
daba? A lo mejor debería ver a un especialista…
Zaira suspiró. ¿Cómo había podido
pensar aquello? Ir a un especialista podía parecer que es que estaba loca, o
algo parecido. Y tampoco quería gastar tan egoístamente el dinero que le
proporcionaba su familia. No. Tendría que convivir con aquel sueño para el
resto de sus días… O, tal vez, con suerte aquel sueño desapareciese con el paso
de los años. Tal vez cinco como máximo.
Mientras tanto, en un lugar no muy
lejos de donde se encontraba Zaira meditando sobre el motivo del castillo de
cristal en sus sueños, unas sombras oscuras avanzaban por entre las
callejuelas, dispuestas a divertirse. No paraban de reír, esperando el momento
oportuno para aprovecharse de algún ingenuo humano, que no podía concebir la
idea de que su mundo pronto sería destruido…
Esa noche, mientras las farolas
emitían una débil y pálida luz anaranjada sobre las calles de la ciudad,
envolviéndola en un lúgubre escenario de terror, un hombre un tanto ebrio se
tambaleaba de lado a lado mientras caminaba a su casa después de un duro día de
trabajo. Intentó mantenerse despierto, pero los párpados de sus ojos parecían
tener vida propia y se negaban a permanecer abiertos, exigiéndole que durmiera.
Y en estas estaba cuando, al pasar por delante de un callejón, oyó un llanto de
una niña. Se quedó quieto, sospesando la posibilidad de habérselo imaginado,
mirando con recelo la oscuridad que no dejaba ver el fondo de aquel callejón,
cuando volvió a oírlo. Dio un paso tembloroso hacia la oscuridad.
-Hay… ¿Hay alguien ahí? -.Preguntó
con una voz tan temblorosa como su forma de caminar hacía unos momentos.
Se oyeron unos gimoteos.
-Por favor, ¡ayúdame! -.Pidió una
voz en la oscuridad, casi inaudible y femenina. El hombre se acercó,
entrecerrando los ojos para poder divisar una figura femenina.
-¿Dónde estás? No puedo verte
-.Dijo entonces. Se oyeron unas risas divertidas, y una sombra se colocó detrás
de él. El hombre se volvió de repente, asustado.
-¿Dónde voy a estar? ¡Estoy aquí
mismo! -.La sombra gritó y estalló en carcajadas antes de abalanzarse sobre el
hombre.
Nadie pudo oír sus gritos de ayuda.
Fueron ahogados por unas risas en la noche.
¡Próximamente: Capítulo 2, Peligro en la noche!
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